Este
artículo lo escribí a raíz de la tarea que un alumno me presentó en la clase de
filosofía de 1º de bachillerato. Como profesora pretendía que indagaran desde
sí mismos un discurso que moviera las múltiples tensiones y contradicciones que
estamos viviendo desde la cotidianidad de sus experiencias. Aquí relato el
diálogo que se generó entre el trabajo de uno de mis alumnos y yo.
Leo tiene 16 años
y cursa primero de bachillerato. Este año cursa la asignatura de filosofía,
quizás por primera vez. Su familia lleva un negocio en una calle muy céntrica
de una ciudad soleada y acogedora, donde las terrazas se llenan de mesas y
sillas, de cafés y cañas, de tapeo y risas; de mundos que apuran hasta el final
los últimos segundos del domingo tarde. Es la liturgia secular de cualquier
urbe española. Lo fue hasta no hace mucho. El estado de alarma ha amontonado
las sillas desbalijadas de alma en el fondo del trastero y las terrazas
desnudas exponen sus cuerpos a los pocos transeúntes que bajan a por pan. De
repente nuestros lugares se ven transformados en no lugares; en espacios de
tránsito vacíos de familiaridad [1].
Es difícil pensar que esto no es una guerra. Pero es una guerra contra un
fantasma: el miedo visceral a…nuestra propia sombra.
A Leo, como a los
demás alumnos, le encomendé una tarea para la asignatura de filosofía. Era una
tarea muy sencilla, pero rebeló una sinceridad brutal en la mayoría de ellos. Ya
llevábamos unos días tratando la cuestión filosófica entorno al ser humano. La
cuestión que teníamos entre manos era la virtud clásica y para ello les
expliqué que era algo así como el ideal al que aspiraba todo ser humano. La
virtud se demostraba con el valor que suponía tomar el riesgo como principio
vital. La literatura griega ofrece una infinidad de ejemplos. Pero el que
siempre me ha gustado por su carga heroica y trágica, es la historia de Ulises,
y no solo porqué vive grandes aventuras y se enfrenta a situaciones en las que
se juega el tipo, sino especialmente porqué su viaje es un despliegue de valor
que hace que el Ulises que regresa a su casa ya no es el mismo Ulises que
partió de su ciudad, dejando atrás a su familia. Ni tan siquiera los designios
divinos impidieron este viaje hacia la inmortalidad que sería en todo caso su
legado para la humanidad. Así traté de acercarles una imagen del héroe griego
que vive intensamente, siendo esta experiencia su contribución al bien común.
Pero “héroe” … qué palabra tan politizada… ahora está en boga, recorriendo
aplausos, trazando horizontes de inmortalidad, escogiendo quien merece (y quién
no) este epíteto para pasar a la historia de la humanidad.
Analicemos un
momento: el valor de quedarse en casa es para este chico de 16 años la
antiheroicidad. En cierto modo, somos ciudadanos ejemplares, hemos acatado
perfectamente el estado de alarma, más allá de las dificultades iniciales que
conminaban a todo un país a detenerse, nos hemos recluido en casa y aceptado el
confinamiento como una orden divina. No hemos cuestionado esta decisión que un
Estado tomaba por nosotros y que quizás en otras situaciones habrían supuesto
una revuelta inminente. Se me ocurre que esta facilidad de doblegar nuestro
espíritu al Bien Común no proviene tanto de la fuerza divina que pueda ejercer
el Estado sobre nosotros, sino más bien, por el carácter que ha tomado, es el
Estado quien se ha doblegado a nuestra voluntad. Recordaré brevemente el caso
paradigmático de Boris Johnson, apodado como “el carnicero” en sus
propios medios de comunicación[2], que
después de anunciar que su país no se iba a confinar y que en todo caso había
que revestir de fortaleza moral a los británicos para aceptar las muertes de
sus seres queridos, se desdijo de ello en menos de una semana para preparar un
plan de confinamiento alternativo. Palabras difíciles, más aún cuando van a
contracorriente. Él claudicó debido a la opinión pública que no es otra que la
trémula tripa de más de medio mundo. Los dioses retrocediendo ante la vulgar
humanidad.
Los dioses sin
nosotros no tienen ningún poder, el Estado tampoco. Él es nuestra voluntad. Y
ahora mismo es el miedo quien gobierna nuestros destinos. Pero alguien podría
decirme ¿de qué miedo hablas? Del miedo a la vida que es lo mismo que decir del
miedo a la muerte. Y para ser más concisa del miedo a revertir este miedo. La
decisión de confinarnos en casa, imaginada ya de antemano como una posibilidad
real, es la cara más latente de una vida que ha extendido sus límites gracias a
los avances de la tecnociencia médica. Imposible dirimir entre qué vida es más
que otra, imposible restituir el derecho a muerte a quien, después de haber
vivido, ahora solo le queda una despedida bajo la calidez de su hogar.
Imposible, porqué los juramentos que penden como la daga de Damocles sobre los
hospitales, recogen nuestro derecho sobre la vida como su obligación moral y
profesional. Toda vida, aunque sea el vivo experimento del cerebro en cubetas
de Putnam, merece ser vivida. Y es aquí donde uno debiera de cuestionarse si esta
es la sociedad que queremos, donde la vida se engarza hasta el último momento
con pinzas y pulmones recién salidos de la fábrica. Queremos ser inmortales,
pero para ello debemos morir y nadie está dispuesto. Queremos vivir, pero para
ello debemos arriesgar y eso es más difícil que aceptar la finitud. Un héroe
griego reconoce el valor de la vida, porqué ha aprendido a morir al transitarla
por todos sus rincones. Me parece fascinante que la sociedad del coronavirus
sea la misma que apenas hacía unas semanas se enfrentaba a un debate histórico:
una propuesta de Ley de Eutanasia. [3]Con
esta ley, la política pretendía legislar sobre la muerte a través de la vida,
pues es su única manera de acceder a un universo copado de emociones y de
contradicciones, de turbaciones y moralidades dispares. ¿Dónde quedará todo
esto después de todo esto?
El confinamiento
nos obliga a asumir ciertas verdades que solo surgen cuando empezamos a
relacionar el estado de alarma que hemos creado como sociedad. Hemos construido
un estado donde el supermercado aparece como una suerte de paraíso terrenal al
que ir a llenar el tiempo perdido, donde el alcohol es promocionado con
vehemencia y el chocolate con insistencia, nos aborda en cada pasillo como una
luz celestial. Pero quizás más verdad hay en un hecho difícil de pasar por
alto. En nuestro estado de alarma, farmacias y estancos permanecen abiertos
también, en tanto que dispensadores de servicios básicos. Vivir, morir… debate
eterno incluso cuando parece que luchamos para vivir a cualquier precio. Quizás
no sabemos vivir, pero tampoco hemos aprendido a morir. Así uno entra en la
farmacia habiendo salido del estanco. Uno podría congraciarse con las teorías
del Estado y señalarlo con el índice acusador de recoger en sus arcas los
impuestos de este humeante negocio. Revertir ese dedo hacia uno mismo tiene su
complejidad: el estanco es un escenario ocupado por el público deseoso de su
medicina particular. Pero en el teatro, las escenas a dos se entienden mejor
cuando se triangulan con un tercer personaje, y el actor que nos falta entre
los estancos y las farmacias es el alto índice de mortalidad por coronavirus
entre hombres fumadores. Así, entre farmacias y estancos la vida que hemos
paralizado para protegerla, ante todo, se evidencia cuanto menos paradójica.
¿Qué vida
queremos? ¿Qué dejar a nuestros hijos? ¿Qué nombres acuñan nuestros héroes?
Supuse que reflexionar sobre la vida era el punto fuerte de la filosofía, pero
el coronavirus es como un bofetón de realidad que atestigua con ironía que todo
es una fantasía. La fantasía de querer vivir y que de ese “querer” solo quedan
sucedáneos de valor, reducciones de heroicidad griega. Tal vez, Leo acierta
cuando piensa en el modo en que los griegos relatarían nuestras hazañas. Es
entonces cuando algo se hace evidente ¿No existe otra manera de valorar esta
crisis de salud global? ¿Acaso esta pregunta no está en manos de la ancianidad
y de la juventud responderla? Pues son ellos sobre los que recae dar rumbo
nuevo a un mundo, que para los primeros es un ocaso y para los últimos un nuevo
amanecer. Me recuerda esto a la forma tan heroica, en el sentido clásico del
término, que tenían los ancianos de morir en algunas comunidades nativas de
norte américa. Cuando sentían que la muerte buscaba su compañía, tomaban un
camino solitario lejos de la comunidad, y ahí rendían su último suspiro al
mundo regalándose así a la vida que sigue.
[1] Augé,
M., (1993) Los no lugares, espacios del anonimato, Antropología de la
Sobremodernidad, Madrid:Gedisa
[2] Ver el titular del periódico “The Herald” del 25 de julio de
2019.
[3] Ver entre otras publicaciones, https://www.lavanguardia.com/vida/20200211/473459424118/eutanasia-ley-condiciones-control.html
(11/02/2020) y las múltiples peticiones ciudadanas y de asociaciones civiles
dirigidas al gobierno desde change.org.
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