Ilustradora: África |
Hoy la calle más que nunca es un espacio político. Todo cuanto sucede ahí es una constante redefinición de los límites entre la íntima individualidad subjetiva de nuestros cuerpos y la toma de decisiones, así como la gestión política, que se hace sobre ellos. Es el escenario de los procesos y de las contradicciones, de las reasignaciones y de las confrontaciones. Y por eso, entre ambas realidades, entre la piel y la política, existe un lugar abierto a la reflexión. A partir de mi experiencia de vida, quisiera hablar del sexo que se “viste” o se “desnuda” en la calle, del sexo “musulmán” que circula en la Europa copada por el discurso velado del Covid-19, bajo el cual siguen latiendo vidas en cuarentena.
Hablar de la
“desnudez” significa hablar de las mujeres. No es que los hombres no se
“desnuden”, pero la palabra en sí misma que verbaliza esta acción la descubrí
irremediablemente vinculada a la mujer. Entre la infancia y la adolescencia, en
el seno de una familia marroquí, entendí que había mujeres “desnudas” y mujeres
“vestidas”. Ambas categorías con sus intermedios y sus ambigüedades abrían un
abanico de posibilidades: desde la mujer que “desnudaba” su cabello y su
rostro, la piel de sus brazos y de sus piernas en un espacio público o que,
siendo privado, albergaba a hombres sin relación de parentesco; hasta mujeres
que cubrían su “desnudez” con ropa holgada y recatada incluyendo aquí el uso
del velo. En un contexto musulmán (entiéndase aquí cualquier grupo o sociedad
inscrita en esta tradición, viva donde viva), “desnuda” sirve especialmente para
adjetivar a toda mujer que no se vela en espacios donde lo masculino esté
presente. Esta “desnudez” política a la que
tanto temen los hombres en las calles y de la que tanto hablan las mujeres en
los circuitos domésticos, es la cara de la sexualización de un sexo “musulmán”
cargado de vergüenzas y tabúes, de eufemismos y agresiones, de placeres y
dolores que tiñen las relaciones entre hombres y mujeres de una carga erótica
tan apabullante, que se ha convertido en un campo reglamentado desde los
inicios mismos del Islam[1].
Por supuesto la
sexualización como todo proceso humano necesita ser explicado desde la
experiencia. Aprovecharé la mía, como musulmana de tradición y europea de identificación,
para exponer las fuerzas que confluyen en este proceso. Como punto de partida, mi
madre. En la década de los 90, cuando nos instalamos en un pequeño pueblo del
interior de Catalunya, ella vestía con faldas hasta las rodillas y camisas
vaporosas, con vestidos que dejaban al descubierto su generoso escote y la piel
blanca y fina de sus brazos. Yo era la hija de esta mujer que recogía su
ondulante cabello en un coletero de terciopelo. Por aquél entonces, mi padre
circulaba en este mundo femenino, ajeno y atraído; en algunas ocasiones, cámara
en mano, fotografiaba a mi madre luciendo sus piernas sobre unos tacones que
estilizaban su silueta tangible. Así circulaba por ese pueblo en el que éramos
bienvenidos; quizás porque todavía podían contarnos con los dedos de las manos.
Muy pronto, en uno de los viajes de verano a Marruecos, descubrí que ella, mi
madre, iba “desnuda”. Y lo supe de dos formas: porque en Marruecos se “vestía”
y porque las mujeres de la familia, en sus largas charlas de mediodía, hacían
todo un compendio de mujeres “desnudas” y mujeres “vestidas”.
Ilustradora:
África |
Llegó el día en el
que mi madre dejó de ir “desnuda”. Volviendo del instituto me contó que algunas
mujeres catalanas le preguntaron por qué se había cubierto e incluso lo bien o
lo mal que le quedaba ese trozo de tela sobre la cabeza. Con toda su diplomacia
de extranjera, trató de aceptar que ellas tenían un derecho de antemano
asegurado para interrogar o valorar sus acciones; ella en todo caso contaba con
el beneplácito de su conciencia. Ella se “vestía” en una época en la que yo
buscaba la “desnudez”. Fue entonces cuando descubrí aquellas fotos de mis
abuelas: posaban con su cabellos largos y trenzados que caían sobre sus hombros
suaves, fotos en las que se descubrían ante un fotógrafo acostumbrado en
el Marruecos de los años cincuenta y sesenta a ver a mujeres “desnudas”. Mis
abuelas disfrutaban de su “desnudez” pública a la misma edad que mi madre se
“vestía” con la esperanza de que tal vez, sus hijas tomarían el buen ejemplo al
que ella había llegado después de haber cumplido los cuarenta y a través de una
cadena de experiencias que comprendieron su toma de decisión. Por cierto, mi
padre nunca formó parte del arbitraje del velo de mi madre.
No obstante, en
esa misma época mi padre cruzó el umbral de la fe popular, en la cual se
reconocía como musulmán al ejercicio pleno de las oraciones diarias.
Desaparecieron de este modo los mediodías de “The Simpsons” y poco a poco
pasamos a comer con series o prédicas arabomusulmanas de fondo. En poco tiempo,
mi “desnudez” pasó a ser molesta y, aunque nunca hubo un empuje forzoso a la
“vestimenta”, sí lo hubo para el recato y el pudor. Se acabaron los pantalones
cortos y el exceso de piel al descubierto, empezó la tela y la asfixia de los
vaqueros largos y las camisetas de cuello redondo en los calurosos veranos de
Marruecos. Entramos en un armario que quería recluir nuestros cuerpos,
amenazados por una musulmanidad que mis abuelas desconocían y que mis padres
abrazaban como la identificación válida en una Europa desprovista de valores
para ellos[2].
Esta es la
historia del miedo al sexo, de un sexo desnudo que se mueve con nosotros y más,
mucho más, con nosotras. El sexo anda con nosotras a cada paso que damos. Por
eso, “vestir” al sexo es controlar el miedo. A mi abuela en su Marruecos de
juventud no le hizo falta hacer este ejercicio: ella dominaba su sexo de tal
manera que había construido una identificación desde su sexualidad vivida;
valor suficiente como para no tener ningún reparo en mostrar su cabello a los
demás, valor que no requería del tránsito hacia la sexualización “musulmana”
del sexo. Mi abuela era por decirlo de algún modo una “musulmana secularizada”
y lograba moverse con este valor, con la seguridad que le confería tener el
sexo entre sus piernas y no entre su velo. A mi madre le tocó confrontar ese
dominio en una sociedad, que apenas hacía unos años, había vivido intensamente
una revolución sexual[3] y
por ello, con unos discursos y unas prácticas ajenas, abrumadoras,
intimidantes. El choque de civilizaciones es un sucedáneo del choque de
sexualidades, mucho más invisible e incisivo, pero con unas consecuencias que
tienen atemorizado a Europa. Mi madre, como muchas mujeres que llegaron a
Europa entre los años ochenta y noventa desde el norte de África, buscaron sus
estrategias para hacer del sexo, su sexo, su propio campo,
inquebrantable y pleno. En ello reside su fuerza: su identificación con la
musulmanidad es su sexo “vestido” en una Europa postmoderna carente de un
proceso abierto a la identificación global y diversa que habita en ella.
Este velo que
vemos por las calles (hiyab, para los que quieran un nombre más
oriental), es una frontera, un límite, una delimitación y una definición. Por
supuesto, no es neutral -pocas cosas lo son- en un espacio público, pues el
velo tiene una fuerza política y sexual que hace de su prohibición normativa un
acto que tan solo contribuye a reforzarlo como emblema y distintivo de
identidad y, podríamos decir, de musulmanidad. Prohibir este dominio significa
irrumpir en el transcurso de una revolución sexual, al fin y al cabo, a
descubrirnos como sujetos autónomos y capaces de transgredir los límites a
nuestra emancipación. Creo que esto no está reñido con los principios de un
Estado laico, que sí debe regular el uso del velo en espacios institucionales
(como son los colegios públicos), pero debe dejar la calle como espacio de
confrontaciones, tensiones y rupturas, para que se conviertan en el empuje
necesario para una transformación sexual de las mujeres que buscan “desnudar”
al sexo y para las que buscan “vestir” al sexo. Sin este juego de fuerzas no
podemos cuestionar el sexo heredado dentro de la amalgama de cultura, religión
y política que es el Islam. La revolución sexual dentro del Islam es como una
obra de arte, sin subvenciones gubernamentales; se da en carne y hueso y sin
concesiones. ¿O acaso podemos imaginar una Revolución francesa sin sangre? ¿o
una época de destape sin las perturbaciones que causó en el seno de
muchas familias católicas? El mayor de los velos que impide cuestionar el velo
reside en delegar en el Estado una revolución que solo puede ser nuestra.
[1] En El Corán (trad. Julio Cortés) encontramos las siguientes aleyas que
hacen referencia tanto a las relaciones sexuales dentro del matrimonio
heterosexual como al coito: 30:21, 2:222-223, 24:32-33, 2:197, 23:5-7, 58:3,
7:189, 5:6, 2:187. En la tradición profética (Sunna) se considera que una mujer
tiene derecho al contacto sexual al menos una vez cada cuatro días,
determinando también la calidad de estas relaciones a través del ejemplo del
Profeta con sus esposas (Saleh, W., Amor, sexualidad y matrimonio en el
Islam, Ediciones del Oriente y del mediterráneo, 2010, p.84). Por supuesto
la premisa a estas relaciones sexuales es el matrimonio o nikah,
literalmente “contrato del acto sexual” un pilar imprescindible del islam
político para cohesionar la Umma, comunidad de creyentes. De esta forma las
relaciones sexuales fuera del matrimonio (zinā) están sujetas a los delitos tipificados como hudūd, categoría jurídica preescrita en la šarīa
en la cual se especifican los medios de prueba y la aplicación de las penas que
van desde la inclusión y la subsunción y en menor medida, la eliminación
(Torres, K., La reglamentación de la vida sexual en el Islam: interferencia
y fusión entre el derecho y la sexualidad en Ambigua, revista de
Investigación sobre Género y Estudios Orientales, 2014, pp. 75-98).
[2] Ghalioun, B., El islamismo como identidad política o la relación del mundo musulmán con la modernidad en CIDOB, Afers Internacionals, Núm. 36, pp. 59-76.
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